La calle de adoquines, las casas chatas, simples, casi todas de una planta, muchas iguales. Un barrio como hay muchos. Nadie era rico. Nadie era pobre, o si lo era lo disimulaba. Un barrio de medianía , quieto, tranquilo, que se despertaba brevemente con el ladrido de algún perro. Mucho para ser feliz. Barrio de vecinas, que cuentan historias ajenas como propias , de teleteatro, de mate a la tarde, de tortas fritas el día de lluvia, de ñoquis los veintinueve, de crochet, de almacén, de feria semanal. Barrio de quiniela. Lindo barrio para ser niño, y jugar en la calle casi sin autos, o para ser viejo porque aquí no había apuro, todo era lento, somnoliento.
Amalia tenía una casa blanca bastante cuidada. Demasiada casa, y hasta un lujo para una sola persona. En el barrio la conocían porque su dueña siempre estaba sentada detrás de la ventana. El muchachito de la provisión le traía el pedido, y lo atendía por el balcón. Una vez por mes salía de la casa y todos suponían que iba a cobrar alguna pensión. Alguna vez, paraba un auto y bajaban dos mujeres tan añosas como Amalia. Todos suponían que eran familiares. Todos imaginaban . Nadie sabía nada , porque dentro del barrio, pasó de ser vecina, a ser un ornamento un dintel de la ventana y de la puerta siempre cerrada. Vida oscura, para una casa blanca.
Enrique compró un terreno, en la zona y construyó un galpón . Ahí instaló un garage y taller de autos. Estaba muy cerca de la casa de Amalia, a una cuadra. Pero como todos, la vió y supo de ella a través de la ventana.
A Enrique le iba bastante bien. Cumplidor era, pero se tomaba su tiempo. Gran conversador, animador de asados, espléndido imitador. Se fué haciendo de un pequeño capital, y logró tener tres ayudantes. Bueno, de tres digamos que se hacía uno y medio. Eran botijas, que estaban más para el candombe, que para las tuercas. Pero los fué llevando.
Era un jueves de llovizna finita, cuando se hacen charquitos, entre los adoquines, y los chiquilines juegan a ensuciarse. En el taller tenían un auto para arreglar. Más que un arreglo era un exámen. Un auto viejo, que estaba más para chatarra, que para salir andando. Enrique dejaba vivir, los chiquilines, se reían desarmando y él se fué hasta el portón a tomar mate.
Cuando la vió venir, le costó reconocerla. Un saco grande la cubría y era tan bajita, apoyada en un bastón, un poco más pequeño que ella, y un paragua inmenso. Se parecía a un hongo.
Era la vieja Amalia, y venía hacia él, casi tira el termo.!
Con un saludo de buenas tardes, la vieja se fué derechito al grano.
– Mire tengo dos gallinas y un gallo, y como no puedo más con ellos, se los doy. Eso sí , usted las retira ahora, y son suyos.
Enrique se la quedó mirando con lástima. Pensó en una abuela que no tenía, en la suegra, aunque nunca se había casado, en la prima Eulalia, la que hacía como veinte años que no veía, y en última instancia, en un puchero con fariña.
– Tiene que ser hoy, ahora, porque está lloviznando ?.
– Ahora. No ve que no hay nadie en la calle? Agregando son dos preciosas gallinas y un gallo de riña.
– Espere voy a buscar algo donde ponerlos. No terminó de decir ésto cuando la vieja empezó a caminar. Enrique tomó una bolsa, bastante manchada con grasa, y agarró una vara cortita de hierro para empujar, y medio apurado alcanzó a Amalia.
Cuando entró, se sentía casi Solís en el Río de la Plata . Sacó sus ideas de la cabeza, porque a Solís lo mataron en cuanto llegó a la orilla. La casa era tan blanca como por fuera, casi sin muebles, y mucha luz que venía de la claraboya. Linda casa pensó y se lo dijo a la dueña.
– Era de mis padres, ellos la construyeron. Lo dijo con dejo irónico, frunciendo la boca, agregando cuando la zona era respetable.
Siguieron atravesando un corredor a donde daban puertas cerradas, y llegaron a una amplia cocina comedor. Ahí por una puerta de hierro, bajando dos escalones se llegaba al jardín. Un camino de baldosas, lo dividía, y ahí vió Enrique, que a la izquierda, tenía plantadas semillas, en envases de plástico, y cubiertas para su protección con una pequeña enramada, y del lado derecho tenía una pequeñísima huerta compuesta de acelgas, lechugas, perejil, algún morrón, y una o dos tomateras.
Con asombro Enrique le preguntó cuando trabajaba la tierra y la mujer le contestó.
– De mañana tempranito, cuando los demás duermen. Le decía haragán sin decírcelo, mirandole la abultada barriga.
Llegaron a la jaula entre hierros palos e hiedra, situada bien al fondo, y entraron.
Ahí estaban dos gallinas, si a eso se le puede llamar gallinas. Flacas, peladas con el cogote sangrante, mientras un gallo agresivo, con muchos colores, y más nervios que pinta , daba vueltas, y agredía a la gallinas a picotazo limpio.
– Las gallinas están heridas, le faltan plumas, y el gallo me parece medio loco. Instintivamente su mano se fué para el varal.
– Lo que pasa dijo con toda tranquilidad doña Amalia, es que las gallinas tienen piojillos, y el gallo las ayuda a sacárselos.
– Vaya ayuda, dijo Enrique. Parece violencia doméstica.
– Bueno dele, ahora que dejó de chispear. Abra la bolsa y yo lo ayudo.
Enrique no podía creer lo que estaba pasando, pero se encontraba ahí, para poner dos gallinas apestadas, dentro de una bolsa, ayudado por una vieja desconocida, en el medio de un barro de novela, que se le pegaba a los championes y estando el podrido gallinero bastante resbaladizo.
La vieja le hizo el verso, le hizo creer que se le acababa la batería.!
Las gallinas entraron rapidamente, y se le puso un pedazo de ladrillo a la boca de la bolsa para que no escaparan. Pero para el gallo no había modo, hasta que Amalia trajo una caja de cartón, y entre picotazos, entró el desgraciado. Parecía o sentía Enrique que aquello era similar a El Padrino, el gallo para él pertenecía a la mafia siciliana.
Así salió Enrique de la Casa Blanca, cuya puerta se cerró al instante, con una bolsa manchada de grasa que se movía convulsivamante, una vara de hierro que no servía ni para bastón, y con una caja de cartón atada con una piola, por la que de unos de sus extremos, salía un pico curvo.
Empezó a lloviznar nuevamente, pasó rapidamente su portón, no fuera que lo vieran los vecinos o los muchachos, y al otro día los tenía bailando con el plumero, con el que hacían que limpiaban los autos.
Se acordó del tango » Pucherito de gallina con viejo vino Carlón » Solamente que él no sabía cantar como Edmundo Rivero. A él le cantaron el » 5 de Oro » o la aproximación.
Quería y no sabía donde tirar la carga. Fué cuando pensó, en la Asociación de Floristas. Ahí todos los jueves, había remate. Venta y compra de flores.
Empezó a sentir una picazón, que le iba desde los dedos de las manos y le subía hasta el cuello. Se acordó de la vieja Amalia, en inglés y en francés, lo bueno era que no sabía esos idiomas. Lo que no podía hacer era algo sencillo como rascarse.
Entró a lo zorro. Estaban todos lejos, entretenidos, escuchando el remate. Menos mal ! En uno de sus costados contra la pared de ladrillos, entre piletones, y canillas goteando, se amontonaban pedazos de hojas, tallos, flores marchitas, varios papeles, cajas de cartón y plásticos.
Todo descartable.
Enrique se sintió, héroe, liberador de los oprimidos, un secuestrador redimido.
Salieron dando tumbos las famélicas gallinas, mojadas, enceradas, parecían más pequeñas, diría juguetitos de baquelita y las pobres, sin cacareo alguno, creyeron estar en el paraíso, y se pusieron a cenar con lo que encontraron.
Con el gallo, la cosa fué diferente.
El hilo, se trancó en la moña, es que la vieja lo había atadado como para regalo. De verdad, para sacar un ojo, seguro que lo hacía gratis. Así que pensó,…- abro la caja, y si se pone fiero, » le doy con el fierro »
Se liberaron las tapas y vió , un gallo mareado, con media cola, caminando como sobre adoquines, hasta zambo era el ladino,!! … y se fue… bailando un Pericón con relaciones.
Se colocó debajo del brazo la bolsa aceitada como, prueba del delito, y dejó a los secuestrados, entre flores, con alimento, y sin pedir auxilio.
Como broma ya que los plumíferos no lo hacían empezó a imitar el cacareo , y a rascarse de lo lindo..
Apurado quiso abrir la puerta chica, y se dió cuenta que estaba trancada.
Sintió un ruidito que lo hizo mirar para arriba, ahí estaba una cámara controlando la Asociación, y debajo un cartel que decía » Para salir llame » y pegado en la chapa verde del portón un anuncio grande que decía » Sonría lo estamos grabando »