El silencio era total.
Cuando la gota llegó al cuello, despertó. La oscuridad la envolvía, y lentamente su forma fué fetal. Como si fuera posible, su respiración se acortó, casi quedó dentro de sí, pero el palpitar del pecho, esa ave que no duerme le marcaba, un ritmo.
Se sentía una burbuja detenida en un espacio donde no se puede calcular distancia alguna. Ni el aire tenía espesor. No tenía volúmen. Sólo vacío.
Sintió el aliento.
Las gotas, una a una rodaban por la piel, y las manos quietas en plegaria, pedían, rogaban.
La almohada aprisionaba su cara marmoleada, y la burbuja estalló en mil colores, y sintió la distancia, calculó sin ver, y se vió reflejada, en unos ojos, cien ojos, mil ojos que miraban.
El beso llegó.
En la curva del cuello, ahí donde la nuca se hace esencia en primavera, dejó ese calor quemante de deseo.
Las pestañas se hicieron espesura, la quietud de muerte, el frío del espanto, la agonía.
Ladrón de noche ajena, dejó el residuo de braza, en ese roce fugaz.
La red del extraño, se transformó, en hilos pegajozos , secos, y quebradizos en el mutismo .
Nada fué igual desde ese momento.
La mujer siente el calor del beso dado, y el hurtador el fresco húmedo de la piel entre los labios.
Déjame sólo un poco de mí mismo para que pueda llamarte mi todo.