Con un tul en la cara.

Cuento

Usos y costumbres.

Cuando era muy pequeña  tanto que no recuerdo la mudanza nos fuimos de Pocitos y  alquilaron mis padres un apartamento en un barrio llamado Cordón..

Tal vez fuera porque mi padre tenía dos empleos, y uno era de noche. Más cerca del trabajo! No sé. En ésa época no tenía conciencia de lo que era ser rico o pobre. Yo era feliz y con éso tenía satisfecha todas mis aspiraciones.  Recuerdo la escalera  con su baranda de hierro, la subida de los dos tramos, y los cuatro apartamentos por piso.

Tenía dos ventanas, una pertenecía al living comedor y la otra era un ojo de buey que iluminaba una pequeña piecita, donde papá tenía un escritorio. Todas las demás piezas tenían ventanas que daban a ductos de aire.

La  primera ventana era mi atalaya.  Por ahí veía la calle, las casas de enfrente, el almacén de la esquina, los autos, tantos autos a mí me parecían. Y los había para ésa época porque esas cuadras y las paralelas, eran las cuadras de los repuesteros. Allí se vendían los repuestos cuando los autos duraban una vida, porque tener un auto significaba ser poseedor de dinero.  Y el dinero se cuidaba.

Justo frente a mi ventana, se veía una casa bastante moderna de dos pisos, creo que era una especie de propiedad horizontal, y después venían dos puertas pequeñas iguales y antiguas.

Un día empezaron a reformarlas simultaneamente. Quiénes serían sus próximos habitantes.?

No crean que fueron para mejorar al barrio bastante alicaído. Fueron dos hermanos italianos que se instalaron en esas casas sin ventanas a la calle.  Uno puso una carbonería y el otro era zapatero remendón.

Con la carbonería no tuvimos trato, y solamente ví al dueño desde la ventana o al pasar Siempre sucio.. Al que llegué a conocer fué al zapatero.

A mí el zapatero remendón me encantaba. Me gustaba su delantal de cuero, su eterna boina de varios colores. El olor a cera, cola, a goma, a cuero, a betún, a alcohol, toda esa mixtura que olía diferente, era indescriptible. A mamá poco le faltó para estirar la mano y tirar el paquete en la que llevaba los zapatos a arreglar.

A mí no me importaba. Me gustaba su cabeza agachada, su pequeño martillo, y sobre todo su boca repleta de pequeños clavos sin cabeza. Y no se tragaba ninguno !

Agarraba los zapatos, y mientras el cliente hablaba el miraba el trabajo, sacaba un papel, lo pegaba con una lambeteada de pincel a los zapatos y decía entre sus clavos.. .Il tuo nome

Ponía  algo parecido al nombre del cliente y el importe. Si el cliente decía que si, el señalaba con los dedos tres, o cuatro días, y después sin moverse de su banco bajo los colocaba en penitencia en el mostrador.

Si el cliente empezaba a hablar, cosa que no sé si el entendía lo que le decían, arrancaba la tirilla y entregaba los zapatos. A él no le entraba ninguna conversación. Entendía sobre la plata y el cambio. Trabajaba sin descanso. Cosía con sus manos en surcos de betún, las carteras, las cartucheras, colocaba los cierres, hacía ojallilos de metal, a los tiradores le  cambiaba los elásticos, te pegaba lo impegable. Vendía pomada de colores, en latas, cordones de algodón y de seda. A mí me puso en unos zapatos donde había perdido un botón, en cada uno, unos botones de metal  que parecía que llevaba dos piedras brillantes.

Tenía imaginación. Siempre que me asomé estaba ahí, y cuando anochecía, se veía su luz sobre su suela de metal . Los zapatos siempre los entregó lustrados a cepillo, brillantes, con olor a tinta, a nuevo. No cerraba la puerta, solamente cuando se iba a dormir, o salía a hacer las compras.

La máquina de coser, tenía un pico despejado, por donde entraban los zapatos, para mí ella se parecía a un avión finito, y su ruido a pájaro carpintero.

Un día trajo un aparato, que  era un zapato de metal que se dividía al medio, por medio de una mariposa gigante, y servía para agrandar los zapatos. Pero compró una sola, así que si los dos zapatos te quedaban chicos, cosa muy común, tenías que esperar que se agrandara el primero que había colocado.  Los sumergía en alcohol, e iban a la horma.

Colocaba punteras de metal, que a mí me parecían fascinantes, porque las podías hacer sonar sobre  el piso de baldosas, y parecía que zapateabas. Te sentías bailarín.

Todos se adoptaron al zapatero remendón. Todos empezaron a quererle. Se llamaba Silvio.

Un día ví por la ventana como el carbonero, sacaba todos los zapatos de Silvio y los pasaba a la carbonería. Muchos vecinos se acercaron y yo veía que le abonaban al carbonero y se llevaban los zapatos. Y Silvio donde estaba ?

Lo ví, casi sin verlo. Habían limpiado la pieza de Silvio y ahí colocaron a cajón abierto el ataud.

En la cabecera del cajón, había una cruz y a los costados sujetando una ancha cinta bordeau, unos pedestales plateados, que eran unos horrorosos candelabros con grandes velas amarillentas. .

Pero lo que me quedó grabado para siempre fué el tul que le pusieron tapando su cara.

Cuando pregunté porqué le ponían ése tul a Silvio, ante la mudez de mi madre una vecina me dijo por  » las moscas.»

Después dejé de verlo, porque se empezó a amontonar la gente, algunos entraron en la pieza, y otros se quedaron de pie en la vereda junto a la puerta. La cuestión fué que como las casas de repuestos cerraban al medio día, los empleados de la zona, algunos con su almuerzo bajo el brazo se fueron acercando. Creo que muchos deseaban  despedirse del zapatero y otros de pura curiosidad. Se cerró la carbonería y mucha gente se colocó en los balcones de las casas vecinas, a mirar.

Ahora comprendo más esa curiosidad que se tenía antiguamente, de ver como había quedado el muerto. Si tenía cara de sufrimiento, de placidez, y la mayoría si estaba bien muerto. El miedo a ser enterrado vivo duró mucho tiempo y de ahí los largos velorios.

Cuando llegó un coche negro, alto, inmenso con una cúpula negra, terminada en una cruz con unas manijas y con ventanitas a los costados, con cortinas moradas y flecos dorados,  comprendí que Silvio se mudaba para siempre. Pocas flores, muchas de ellas eran de papel encerado y largas cintas.

Cuando el coche arrancó todos los que tenían sombrero se los quitaron, y al pasar los que miraban el carro fúnebre se persignaban.

Eran otros momentos cuando la muerte se velaba en la casa…

Desde ése momento odié esos carros fúnebres con cúpulas, las manijas donde se colgaban las coronas, los pedestales plateados, los grandes cirios,  las flores enceradas,  los tules en la cara.

PD.

Cómo si fuera un cuento dentro de otro.

Hace tiempo tenía pronto el cuento, y no sabía si subirlo porque el tema no era alegre, y yo lo escribí como lo sentía. Lo que veía diferente en la niñez y la primera impresión frente a la muerte.

Salí a recorrer la calle Yaguarón en la búsqueda de una bombita pequeña, para una opalina. Ante mi asombro habían desaparecido muchas casas de electricidad de la zona. Como ya había caminado tantas cuadras, pensé voy a llegar hasta el primer edificio que recuerdo donde viví, y le saco una foto, y así redondeo el cuento.

Eso hice y ví, que justo pegado al edificio, había una casa de electricidad.

Estaba comprando la dichosa bombita cuando se me da por decirle, a uno de los señores que despachaban, que había aprovechado a sacar una foto al edificio donde había vivido. La cuestión fué que éste señor conocía el barrio mejor que yo, y empezamos a recordar el almacén de la esquina, la carbonería, el zapatero remendón, el tambo que había a cuadra y media, la lechería de la cuadra, y donde en parte el atiende el pequeño local, antes era un bar….el señor me estaba apuntalando  mi recuerdo, era tal cual yo lo veía.

Hasta ahí, una gran coincidencia, pero el máximo de asombro fué cuando le dije…

Calle Galicia.Balcones. Foto de Stella.

– Ahora voy aquí a la vuelta y saco una foto, de cuando nos mudamos de éste edificio y fuimos a otro en la calle Galicia.

– Usted vivió en la calle galicia ? me preguntó el señor.

– Sí, creo que en el número 1369…-

– Yo vivía en el 1372, al lado del taller de Cervasi.

Vivimos los dos en el mismo edificio, que tiene dos entradas y los balcones pegados.

Ninguno de los dos se atrevió a preguntar la edad al otro, ni la fecha en que vivió en el último edificio.

Él solamente me dijo que hacía 65 años que estaba en el barrio, y no aclaró más…Solamente me decía.

– Qué interesante señora, lo que usted hace. Saca fotos de las casas donde vivió…!!

Me lo decía con algo de nostalgia, no sé si me veía como una japonesa en viaje de placer, haciendo click, a cualquier edificio aunque el mismo no tenga ningún detalle que destacar, y por no parecer más audaz de lo que soy,  no me atreví a decirle que escribía cuentos, me pareció excesivo…había sido tan galante al no preguntar nada, solamente recordar.

Y hubiéramos seguido conversando si no fuera que los dos oyentes que teníamos, uno era uno de los vendedores y el otro un señor mayor más viejito que nosotros con un problema en una pierna, que  venía en moto y alguien al pasar en esa endemoniada calle le tiró la moto y pidió ayuda.

Salieron los tres y yo los acompañé y  fuí discreta y no le saqué una foto… al grupo… Ahora lo lamento.                      Hubiera sido de antología….

Si será chico Montevideo, que estornudás en El Prado  y te dicen salud en El Cordón…

14 pensamientos en “Con un tul en la cara.

  1. Desde lejos, muy lejos se recorta tu estilo. Nos llevas de la mano para degustar tu prosa cálida, nostalgica que se mete entre los vericuetos del corazón. Nos humanizas al cubrir a tu personaje con las vivencias que la vida da. y aún muerto, de nuevo con tu palabra lo resucitas y entonces uno cae rendido ante la tinta, el betum y ese lamer del cepillo para dejar los zapatos como espejo.. Leerte es un placer querida amiga un beso y un abrazo Rub

    • Gracias Rub.
      Son vivencias de mi infancia, lo que logré con ése imprevisto encuentro que relato en la última parte, es que es real todo lo que recordaba.
      Fué increíble, pero el señor de la casa de electricidad sabía del barrio más que yo.!
      Un abrazo.
      Hasta pronto.

    • Fué mi primer contacto visual con la muerte.
      Dejó eso de decir » se fué al cielo, está en una estrellita » Estaba ahí, aunque la distancia era cruzar la calle, estaba en ése cajón.
      Un abrazo Joaquín
      Hasta pronto.

  2. Atractivos y memorables estos recuerdos de infancia, donde la curiosidad se junta con el dolor del primer encuentro con la muerte.
    Preciosa descripción de tus sentimientos, de los edificios y curiosa la anécdota con estos señores que encontraste en el camino.
    Estaba deseando poder dejar un comentario en tu cuento.
    Ya estamos otra vez juntas.
    Un fuerte y cálido abrazo, Stella.

    • Mercedes.
      Son vivencias mías, que por una casualidad fueron confirmadas por ese desconocido señor que tenía ese pequeño negocio de lamparitas, y para redondear, había vivido en el mismo edificio de partamentos que yo,que tenía dos entradas diferentes. Para mí fué algo de no creer. El señor sabía más de barrio que yo…65 años hacía que estaba ahí…!
      Así cómo ves mi querida amiga se escribe la prehistoria. Faltaba más.!
      Un abrazo fuerte.
      Hasta pronto.

  3. Esas primeras impresiones cuando somos niños de lo que es morir. No sabemos interpretarlo como lo que es, por falta de uso de razón…lo vemos algo feo, pero no sentimos ese dolor que se siente…lo vemos como si fuera el final feo de un cuento ¿verdad? Me ha resultado muy curioso ese reencuentro con aquel antiguo vecino tuyo después de tantísimos años Stella..qué emoción se debe de sentir!
    Genial descripción de lo que es o era la profesión del zapatero…a mí también me encanta entrar cuando he llevado a ponerle tapas a mis tacones (no me gusta nada que suenen cuando ando 🙂 ) por eese olor a cuero y cola..mmmm…..me podía pasar allí las horas respirando ese olor…jejejeje…y además me ha resultado super gracioso tu extrañeza de que no se tragara ningún clavo sin cabeza! jajaj….
    Ains, qué recuerdos….un abrazo grande Stella y gracias por tus visitas en mis rincones guapa…feliz semanita para tí…muakkkk!

    Te dejo un te calentito… 😉

    • Que entre la juventud, hace bien a cualquier sitio, por la ventana abierta en primavera, por la puerta de otoño, por una nube de verano, o por la imaginación de un frio invierno. A mí me alienta, me reconforta, me ayuda a seguir, tu juventud, o la de cualquiera que comente, que lea, mis usos y costumbres. Me permite no olvidar. La mayoría son nimiedades, de una vida común.
      Todo lo redactado, es basado en lo que veía por ése atalaya, que era mi ventana, y fué confirmado por el encuentro casual con el dueño de ése pequeño local. Algo increíble. Vivimos los dos en el mismo edificio, lo que no preguntamos, y nadie averiguó, fué si coincidimos en las épocas.
      Gracias por el té, no sabes cuanto me agrada.
      Un abrazo fuerte.
      Hasta pronto.

  4. ¡¡Por fin, ya he podido volver!! 😀

    Percibo tus relatos como si me hubieses cogido de la mano y estuviese caminando a tu lado, porque me vas transmitiendo todos los detalles, formas, colores y olores que van apareciendo.
    Cosas en las que los adultos ni reparamos, se grabaron en la retina de esa Stella-niña para que la Stella-mujer nos pueda deleitar contándonos sus recuerdos.

    Nunca olvidamos el primer contacto con la muerte, creo que más que el tul en la cara, lo que debió de impactarte, fue la respuesta acerca de su cometido!!

    ¡No dejes nunca de retratarlo todo, corazón!

    Muchísimos besitos repletitos de cariño para ti!!

    • Camina Emmy conmigo, camina….
      Verás que tantas décadas después lo recuerdo como si fuera ahora, por eso mi miedo de subirlo, y lo dejé ahí.., y de casualidad llegué hasta el barrio, y ahí sí fuí directamente hasta el edificio y lo retraté.
      Tienes razón, creo que lo que más me impresionó, fué el tul, pero mucho más saber el motivo por el cual tenía cubierto el rostro.
      Se acabaron junto con los dichos de que están en alguna nube, saber que la muerte aleja a las personas para siempre del alcance de la mano.
      Un abrazo muy fuerte…
      Hasta pronto.

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