Difícil explicar el porqué se despertaba a las tres o cuatro de la mañana, y qué hacer a ésa hora.
Leer, escribir, tomar algo, o volverse a acostar.
Si volvía a dormirse, soñaba con sus muertos. Parentelas lejanas casi olvidadas, o cercanos en amor y recuerdo, entraban en su vida con múltiples propuestas. Algunos sueños agradables, otros insólitos, los más angustiantes.
No bastaba su melatonina, ni su media pastilla de somnífero, ni acostarse agotado por el trabajo .
Siempre estaban ahí al acecho, detrás de sus pestañas.
Con quién hablar de sus muertos de mitad de la noche. Eran tan suyos que mezclaban infancia, juventud, madurez. Casas habitadas, exámenes dados, bajadas de escaleras, dar y retener al mismo tiempo, rechazo y aceptación.
Hasta que decidió contarlo. Lo hizo un día de calor agobiante, cuando se siente esa sofocación que da el hervor de tener el infierno en los pies, y el paraíso en la cabeza soñando con un mar que te envuelve, y te revuelca en sus olas, dejándote huérfano en alguna orilla húmeda.
Después que escribió y describió a sus personajes, se dió cuenta que guardarlos en las letras que nadie leería, era inoportuno, inoperante, casi malintencionado.
Como buen anfitrión que era, convidó a una reunión a los antiguos y a los nuevos y tuvo la precaución de que no faltara ninguno a su vivienda.
Daba gusto ver a todos sus fantasmas en su living, tan circunspectos, acartonados, indefensos, paralizados , mientras todo se meneaba y se superponía a su alrededor.
Ahí decidió algo que desde hacía tiempo venía meditando: entrar al mundo fantasmal de ellos, así podría dormir con placidez.