Era administrativo de una editorial. Pronto por la edad se iba a jubilar y los hijos de los anteriores dueños lo habían ascendido, para tener mejor pasividad. Por un año sería Jefe de Sección.
Lo extraño era que no tenía a quien mandar, porque la Sección constaba de un escritorio, dos sillas, un perchero, muchos ficheros y ultimamente un PC, que él pensaba que iba a poder manejar.
Las habitaciones interiores, daban a un patio con luz de claraboya, y estaban cubiertas de estanterías y en ellas bastante desalineados, libros, y más libros, carpetas, sobres. En otra de las piezas cajones con carpetas, casi anónimas de cuando él llegó a trabajar y ya existían
Se cansó de leer durante tantos años, y como todo lo que a él le parecía bueno, y a los demás regular, o malo. Dejó de opinar!
Así fué que a los libros les hablaba cuando tenía ganas de conversar con alguien, y les daba pequeños golpecitos, para quitarles el polvo de la quietud.
– Con semejante título, con ésa portada, con éste peso, con ésa letra, con ése tema, con ése final…Comenzó a pelear!
Cuando estaba por llegar al día de su liberación, es decir se iba a su casa, con más más tiempo para perder, salió hacia el Banco de Previsión Social, para firmar su último trámite. Llovía, y su viejo paraguas tan desteñido como su estampa, hablaba de la soledad en que se encontraba. Se estaba notando desde hacía tiempo el hombre prescindible que siempre había sido.
Sin consultarlo tomaron una nueva limpiadora, que lo primero que hizo cuando él no estaba, fué poner los libros de algunos estantes de la primera pieza, por órden de altura, y si podía por el color del lomo.
Comenzó a limpiar en ése depósito, donde nunca se archivó un libro!
Cuando llegó el Jefe de Sección, vió unos cuantos libros por el suelo, en un gran recreo, mezclados los diferentes grados, sin ficha, sin órden, sin nombres y varias cajas de cartón apiladas en una esquina.
– Y ésto? preguntó. Cómo entró, con que permiso, quien es usted? casi gritó.
– Me contrataron los señores, yo soy limpiadora de la casa del Sr. Julián. Voy a venir varios días seguidos. Mire que yo no le saco el trabajo a nadie! En cuanto a los libros, creo que los van a donar, respondió atropelladamente la asustada mujer al ver al hombre completamente fuera de sí.
Al avisorar en el sitio compartido durante tantos años el futuro de sus vástagos, su furia se transformó en angustia y comenzó a gimotear.
– No se angustie, yo recién empecé, los vuelvo a colocar en su sitio. Hable con ellos, son buenas personas. Yo hace más de quince años que trabajo en la casa del señor Julián
– Yo toda una vida que estoy aquí, usted no entiende.
– Me dijeron que usted se jubilaba, y que todo ésto les pertenece, que era el depósito de sus padres y es el de ellos.
El hombre se sentó abrumado en una de las sillas y la mujer lo miraba con piedad, sin comprender nada, porque ella estaba deseando jubilarse, y no lo podía hacer porque le faltaban años, y este señor mayor y agobiado, se angustiaba porque iban a dar unos libros.
– Creo, si no entendí mal que van algunos libros para unas escuelas, otros para la Universidad de la Tercera Edad, o un Centro o algo así, y el resto creo que lo compran. Así que todos van a estar bien. Llévese alguno, nadie va a notar que falta, el que más le guste, así le hace compañía. La mujer le hablaba de los libros, como si fueran personas, y en su ignorancia de los hechos, no estaba equivocada.
Porque ésos libros de polvo y soledad, ésos que nadie lee, eran sus olvidados hijos de probeta, y él había dado todo a un vientre de alquiler.
En ése momento comenzó la jubilación del papeleo.
Se levantó y salió a la calle, la llovizna fina lo envolvía y el paraguas se inclinaba con el viento. La mujer lo miraba desde la puerta, viendo como se alejaba ése hombre increíble del paraguas, que lloraba por los libros desteñidos del lugar.