En la mitad del patio.

La rutina de abrir con igual llave la puerta que chirriaba, de sentir la misma voz dicendo – Ya llegaste Aldo? como si no supiera que era él.

Se saturó como era habitual, hasta casi no tolerar, ni el sonido de su voz, ni su olor, ni los ojos grandes claros, helados, estanqueados.

Cuando ésto sucedía bajaban en cascada entre piedras, los deseos.

Veía a la jovencita aquella, la del pelo negro, audazmente recogido en un costado, la de los ojos de miel y las pestañas espesas, la de la blusa blanca que apenas contenía la redondez increíble de los senos, la de cintura pequeña que cabía en sus dos manos.

La veía subir las escaleras, con sus piernas ágiles acariciadas en ritmo de ausencia, celaba del saquito celeste anudado en la cintura, y admiraba al goloso viento que revolvía indiscreto la falda.

Todo se lo contaba a Henry. Él todo lo comprendía o lo aceptaba, era la sombra donde pisar firme. Lo único malo que tenía Henry, era ser el hermano de la mujer con la que estaba.

Desesperado casi, más enfermo imaginario que real se largó a la sociedad, para ver si el médico para el que había pedido hora encontraba una solución a ese padecer suyo de no querer oir, ver, hablar. La enfermedad de no desligarse, llevada inconscientemente hasta herirse y lesionar a los otros.

El lugar invitaba a la meditación. Un patio grande; voces, personas caminando con bastones, otras preguntando desorientadas hacia donde dirigirse, toses, niños llorosos, manos temblorozas, tanto para ver y callar.

La espera logró silenciar ese interior suyo, indeciso, dubitativo. Se empezó a sentir más sereno.

Fué cuando la vió, la misma sonrisa, los mismos ojos pardos, y ella lo miró y preguntó – Pero sos tú ? Eres de verdad Aldo ?

Él la miraba embelezado, no era la blusa blanca ni el pelo negro recogido; era ella aunada a la otra, la que había quedado de aquella añorada, y él miraba su boca roja y húmeda y hubiera mordido esa sonrisa.

Fué cuando.. Eres de verdad Aldo? le penetró por los oídos y le dió un escozor, una vuelta a las sensaciones idas, un frescor en la cara.

Era el residuo de aquel Aldo el que habló. – Aline,…. soy Aldo sí.

Aline sonreía, y reía con esa modalidad inigualable de tirar la cabeza hacia un costado como deteniendo el tiempo.

Se quedaron mirándose, agradecidos de encontrarse, reconociéndose, sin saber como se llega hasta lo impensado con tan pocas palabras, acariciándose sin tocarse.

Foto de Stella.

Foto de Stella

» Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.» Cortazar.