Domingo de verano, con voz de soledad que llama a costa marinera, a licencia, a sudor, a agua.
Pliegue de luz, vacío de ciudad.
La iglesia sin campana llama a los creyentes sin asueto.
Salen pocas personas de ése claustro grande, hermoso. Casi todos los fieles están por edad más cerca del cielo infinito, y saben hablar sin apuro, con Dios y los santos, en la penumbra obligada de los vitrales.
De pie un hombre jóven mira sin ver anticipándose al Ora Pro Nobis. A su costado sobre el piso un suplemento sobre deportes y sobre él, por quererlo así, o por dádiva una bandejita de espuma plast, sostiene lo que pudo haber sido un almuerzo.
El implacable sol, los encandila, unos cuantos lo ven, otros cruzan con pachorra la calle.
Una señora mayor ayudada por otra más jóven se acerca y con un billete en la mano hace una pregunta inusitada para empezar una arenga.
– Qué edad tiene jóven?
El hombre gira la cabeza, su pelo negro brilla a la luz implacable del mediodía y los ojos aviesos, la miran y la boca le escupe las palabras.
– A usted que le importa abuela.
La mujer tira el billete, el mismo gira y cae; nadie lo levanta.
Ayudada por la más jóven entran en un auto estacionado. Se cierran las puertas repujadas en bronce, se marchan los fieles, se silencia la calle. Queda solamente, el calcinante sol, el hombre, la bandeja, los restos, el diario, los mudos árboles y el billete que rodó sin prisa.
En lo alto las torretas y las cruces.
Camina adosado a la pared, sobre la sombra de la iglesia, sin apuro, tiene una eternidad para arribar a destino.
Llega a la esquina, cruza la calle, y sobre un contenedor de basura apoya la espalda y se va resbalando hasta quedar sentado sobre la palanca. Su peso hace abrir la tapa. A nadie le importa los desechos y quien los custodia.
Pasan las horas con ése dormitar que lleva el color morado a su cara y sus piernas. Cuando se despierta, se apoya en el costado del metálico verde para levantarse. La tapa se cierra.
Vuelve a la marcha, ahora lo hace más rápido, seguramente ve lo que nadie divisa, un refugio, el umbral, la casa.
El sol se inclina benevolente; empieza a ser humana la vereda, su andar llegó hasta el muro que divide el ayer del hoy, y sin pedirlo le dieron un número de identidad bastardeado.
En ése transmutar se trocó en un hombre graffiteado.
Hay muchos en mi pequeña ciudad, indolente, abandonada, que en verano todo lo olvida, todo tiene el color del bronceado con sabor a sal. Es cuando se agrietan las bocas, se inmovilizan los ojos que nada avisoran, y se resecan las palabras antes de pronunciarlas..