– Mamá que vamos a comer hoy?
Pocha la vecina, siempre tenía algo para los niños, y un día en que los sintió quejarse le preguntó a la Mica.
– Sabes que no soy de meterme, pero gurises con hambre no crecen lindos. Eres tan jovén que podías tener algún trabajito.
– Me queda libre el sábado y el domingo, y son días quietos, nadie quiere una limpieza…
Pocha calló, ya había dicho demasiado, y ella no tenía hijos, y tampoco veinte y cuatro años, ni dividía la semana de igual manera.
Al domingo siguiente, el gris del otoño se hizo evidente. Llovió toda la noche del sábado y las calles de la periferia del barrio, se llenaron de barro, se cerraron las casas y cada uno prendió lo que pudo, desde un primus, a un bracero, desde un estufa eléctrica, hasta un medio tanque, chorreando grasa de chorizos. Cada uno hizo lo que pudo.
Pocha convidó a los niños a comer buñuelos de banana, y ver en la tele dibujitos.
La Mica libre de sus hijos, se abrigó bien, metió su largo y enrulado pelo en el gorro de lana, y se puso el tapado y la bufanda dándole tantas vueltas, que sólo se veían sus ojos y sus espesas pestañas. Hasta parecía rica enfundada en la ropa que le dieron en aquella venta las hermanas de caridad.
Caminó más de treinta cuadras largas, interminables con el viento en contra, dejándole tembleque las piernas.
Salió del barrio, entró en otra zona, avanzaba dejando la carencia. La bruma se hizo llovizna finita.
Llegó hasta la verdulería De Saulo, abierta día y noche. En la noche sacaban a la vereda, todo lo de segunda, o de tercera, y en una especie de remate, entre verduras y frutas, se compraba el requeche. De noche atendiendo estaba El Tilo, un negro de ojos fieros, que lo único que le faltaba era gruñir, y al que nunca le pasó nada, porque era fiel a su apodo.
La Mica llegó pasado el mediodía, y ahora el puesto lucía apetitoso, impecable, luciente. La llovizna lo mejoraba todo.
Ahí estaba Saulo, un hombre grande, fuerte, con su delantal de lona marrón, elevado en su vientre, con sus manazas abiertas de cargar cajones. Había comenzado desde chico en el puerto, respondiendo a cualquier pedido, y a medida que pasó el tiempo, poco a poco fue haciéndose rico. Tenía más de sesenta y ocho años, según decían, las malas lenguas.
La Mica se acercó mirándolo fijo, no decía lo que quería, y Saulo no le preguntaba nada.
El hombre tomó un cajón y comenzó poniendo unas naranjas grandes y doradas con su ombligo mirando impertinente hacia arriba, y después manzanas verdes y rojas, y agregó bananas, como haciendo un pedido, de un imaginario cliente.
Ella dejó de mirarlo, y vió ahí como un trofeo un ananá. Era como si su corona la estuviera esperando.
– En donde nací, le dicen piña al ananá.
– De donde eres y cómo te llamas?
– Soy fonteriza, me llamo Micaela, pero los amigos me dicen Mica. De todas las frutas me gusta el Ananá, al verlo se me hace agua a la boca.
El ananá más grande, y majestuoso, fue colocado en el cajón.
Ya estaban casi juntos, la Mica creía ganado el día, cuando lentamente se sacó la bufanda, dándole vueltas por arriba de la cabeza, dejando libre su rostro jóven.
Éso detuvo a Saulo, y como un pelar de cáscara, La Mica, se quitó el gorro de lana, y una mata de pelo castaño y enrulado le cayó sobre los hombros y la frente.
Las miradas ahora eran limpias de engaño, pero lo que menos pensó la mujer fueron las palabras de Saulo.
– No sabés cuanto te parecés a… El silencio se hizo espacio……- Agarrá una bolsa de aquella esquina, porque con el cajón te va a pesar mucho, y llevate todo no más.
Saulo cuando hablaba fuerte, mandaba, estaba acostumbrado a poblados orilleros
Micaela asombrada, acumuló la fruta en la bolsa y cuando quiso ver, ya no estaba el dueño..Daba lo mismo una bolsa o dos..
Llegó cansada, arrastrando por las calles casi desiertas las frutas regaladas. A quién se parecía tanto ? Porque si tenía que insultarla no lo hizo?
La había despreciado sin decírselo, la había sacado del local, sin empujarla, la había desvestido la vejez, sin tocarla.
Sentía la corona verde del Ananá pesándole en la cabeza. No estaba en eso que te den sin hacer nada.
Nunca se sintió tan desnuda sin sacarse un trapo.