Calló desde niño. Acostumbrado a obedecer, la mayoría de las veces recibía las reprimendas que tendrían que tener otro destinatario, su hermano mayor.
Calló de jóven, y lo que no decía lo volcaba en una imaginación desbordante y una mente de inigualable lucidez.
Eligió el amor, asumiendo los riesgos, y enmudeció ante situaciones previsibles. A sabiendas, a conciencia, sin límites.
La madurez de él con sus luces propias, encandiló a muchos. La benevolencia en el trato, la humildad de sus acciones, lo llevaron a la cima.
La vejez lo sacó lentamente de su sitio. El hombre callado deambulaba, balbuceando incoherencias por los rincones. Le quitó su andar gallardo, le regaló el vértigo, la ofuscación, y las palabras incorrectas.
La casa se convulsionó, se movieron los cimientos donde estaba construida. Nadie creía lo que veía, pero era así. Corría veloz la desorientación, sin culpa.
Cristina se acercaba a ése anciano y con amor le hablaba.
– Papá soy tu hija Cris, tu reina.
– No eres mi hija, repetía el anciano.
Prendía las luces para que la pudierá ver tal cual era y con angustia le replicaba
– Papá mírame por favor, tengo tus mismos ojos claros, soy tu sol, tu pequeña, tu amor.
Muchas veces las lágrimas quedaron retenidas, imposibilitadas de escapar.
-Ya vendrá la lucidez, y me va a reconocer. Pero cada vez veía más menguado su retorno
Ella se acercaba, y el padre repetía lo mismo, un estribillo grabado en la mente, algo muy hondo.
– No eres mi hija, estás liberada.
Tantas veces la liberó, la desgarró, la desató, la desprendía de su lado en cintas invisibles, en caricias dadas, que cuando la muerte llegó, ya eran dos los agotados corazones, el que se marchaba y el que quedó convencido de la verdad de las palabras.
Ahora, es Cris la que calla…

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